En el Evangelio de hoy asistimos a una jornada “normal” en la vida de Jesús. Es un sábado, en Cafarnaum; por la mañana ha ido, como es su costumbre, a la sinagoga: Jesús es un judío piadoso, profundamente enamorado del Dios de Israel, y, como todo judío piadoso, acude a la casa de oración, el sábado, para dar gracias a Dios y pedirle que mire con benevolencia a su pueblo.
Vuelto a casa, que no es la suya sino la de su discípulo Simón, encuentra a la suegra de éste enferma, en la cama, y el Espíritu, que es siempre su guía, le incita a curarla de sus fiebres. Y a continuación, nos dice el evangelista, curó a muchos otros enfermos y endemoniados de la pequeña aldea: su éxito es fulgurante; se ha convertido en la estrella del pueblo.
Y nuevamente el Espíritu le lleva al desierto, de noche, o si preferimos muy de mañana, para allí encontrarse a solas con su Dios, con ese Dios de Israel que se manifiesta en el desierto. Y, a solas con su Padre, le abre su corazón, en un grito o un susurro de oración, y le pide luz para comprender cuál es su misión y para no caer en la tentación del éxito fácil.
Los discípulos extrañados por la ausencia del Maestro, salen en su busca, y al encontrarlo, Simón le dice: “Todos te buscan”.
¿Quiénes son esos “todos”? Y, ¿por qué buscan a Jesús?
“Todos” son aquellos que han sido beneficiados por la acción sanadora de Jesús, que han recibido de él una curación de sus males, de sus enfermedades y de los “demonios” que les habitaban. Y le buscan, justamente, por eso: porque han sido sanados y temen perder al “milagrero”; quieren que se quede para siempre con ellos, porque a saber qué pasará mañana: poco les importa el mensaje de conversión; ellos quieren una seguridad; en otra ocasión, siempre en Cafarnaum, habrá de decir Jesús: “vosotros me buscáis no porque hayáis visto signos, sino porque os habéis saciado de pan”.
Pero el Maestro no es para un pueblo, ni para una nación, y estaríamos tentados de decir que ni siquiera para una Iglesia: el Padre lo ha enviado a anunciar el Reino que llega a todo hombre, a todas las “aldeas”; la misión evangelizadora no conoce ni puede conocer límites de tiempo o de espacio.
Con razón nuestro Papa Francisco nos habla de una “Iglesia en salida”, para recordarnos que no podemos encerrar a Jesús en el estrecho ámbito de nuestros intereses, sino que el pan y la palabra han de ser partidos y repartidos, y llegar a todos los rincones donde un hombre esté a la espera. Hasta que “todo el mundo” sea, verdaderamente, todo el mundo.
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