UNA MIRADA DE AMOR
Un detalle encontramos en el evangelio de Marcos que leemos este domingo, y que no está presente en los evangelios paralelos de Mateo y Lucas: ante la pregunta del “joven” rico, y más aún ante su respuesta a las palabras del “Maestro bueno”, dice el Evangelista, “Jesús se le quedó mirando con cariño”. Ese amor tierno, lleno de afecto, que tantas veces hemos dicho es característico del corazón de Jesús, se manifiesta en su mirada, que arropa, acoge e invita. Podríamos suponer que una mirada como la de Jesús, debería penetrar hasta lo más profundo del alma y transformarla, inflamarla en el mismo amor que de esa mirada se desprende.
Y sin embargo, ante la propuesta de seguimiento que Jesús formula, ese hombre se echa atrás; sus buenos propósitos, sus mejores intenciones, chocan con la realidad: él está dispuesto a cumplir la Ley de Moisés, incluso la ha cumplido escrupulosamente desde su juventud, seguramente de manera muy meritoria. Pero es incapaz de dar el salto a la Ley nueva de Jesús, su vida humana se ve lastrada por el peso de la riqueza y a ellas está apegado su corazón. Sí, ama a Dios con todo su corazón, pero no con todos sus bienes; lo ama con toda su alma, pero no con todas sus fuerzas.
Sin embargo, la exigencia de Jesús es radical: no se puede anteponer nada, absolutamente nada, a la urgencia del seguimiento y del anuncio del Reinado de Dios: no se le puede anteponer ni casa, ni hermanos o hermanas, ni madre o padre, ni hijos o tierras, que es como decir que ningún amor puede contraponerse al amor a Dios y al seguimiento de Jesús: ni el amor a la Patria (casa), ni a la familia (hermanos, hermanas, madre, padre, hijos), ni mucho menos a los bienes y riquezas perecederos (tierras). El verdadero discípulo de Jesús debe estar dispuesto a renunciar a todo, a dejarlo todo, si el anuncio del Reino así lo exige.
Esta llamada, esta invitación de Jesús, esta ”vocación”, no es exclusiva de unos pocos hombres y mujeres (para entendernos, de los curas, frailes y monjas), sino que es una llamada a todos los que creen en su nombre, y, en definitiva, a todo hombre y mujer de buena voluntad. El santo Concilio Vaticano II nos recuerda, en la Constitución Lumen Gentium, un principio fundamental de la vida cristiana que, de alguna manera, había quedado un tanto relegado a lo largo de los tiempos: la universal vocación a la santidad en la Iglesia (cap. 5). Todos estamos llamados a ser santos, a ser hijos de ese Dios que, en palabras de Jesús, es el único bueno; a ser discípulos del Maestro y Pastor, y, cada uno en nuestro estado de vida, a anunciar la presencia del Reino de Dios entre nosotros.